Mi caminar.
Recuerdo, aunque parezca
mentira, cuando empecé a caminar. Dentro de un corralito infantil,
un jardincito, con el suelo de plástico acolchado, lleno de
juguetes. Rodeado de una red de trapecista, donde me apoyaba
insegura. A la hora de salir de mi carcelita, me daba miedo soltarme.
O de la mano de mi madre , o apoyada en la pared.
Con el tiempo, me llevaron
al doctor Morote, un importante traumatólogo, que me diagnosticó
pie de pato. O sea, más plano que las plantas de mis manos. Mucho
ballet y unas plantillas correctoras, que hasta día de hoy, me
acompañan en mi día a día. Tan correctoras, que sumadas a la
danza, me han convertido los pies en un empeine con un arco imposible
para una persona normal.
Estas sandalias, son los
únicos zapatos que conservo, gracias a mi madre, que no son
horrorosos, o de coja. Supongo que los guardó con todo su cariño,
por que sabía que algún día me habría curado. Para curar el
recuerdo de haber llevado botas ortopédicas hasta que me revelé,
cuando tenía catorce años, en perjuicio de mi espalda.
Aún se puede adivinar la
marca…
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